Primer vuelo de larguísima distancia para mí, mismo aburrimiento de paso por el aeropuerto. Da igual donde vayas, las medidas de seguridad son las mismas, quítese usted las botas y deje la botella de agua, no vaya a ser.
Viajamos separados porque viajar juntos hubiera supuesto pagar, al menos, 33€ del erario público y no lo hemos considerado necesario. Iberia, con su política de pagar por todo lo que no sea estrictamente obligatorio, te asigna un asiento al azar y se pueden ver parejas y familias mezcladas heterogéneamente por todo el avión. A saber si no es una política anti divorcios y pro vacaciones sin bronca.
Comida de avión clásica, aunque esta vez dejan elegir entre pollo o pasta. Mejor proteína, pienso, se procesa más lento y tardaré más en tener hambre. Mal, viene con arroz. Al menos me ponen vino y, sorpresa, es de Ciudad Real. Un poco peleón, eso sí.
Tras ver una película (La chica danesa, muy recomendable) me quedan aún 10 horas de viaje. Voy a intentar echarme una pequeña siesta, intentando ignorar al niño que llora. Mirando lo que ofrece Iberia, veo que hay un programa de meditación.
Lo pongo. Igual no medito pero sí me ayuda a dormir. Empezamos. Tensar y destensar músculos. Respirar. Empezar a flotar. "Ahora te abraza una suave nube blanca. Llegas a descansar sobre la nube y siente cómo te acuna. Está a la temperatura perfecta". No, verás, gente de Iberia, en una nube hace fundamentalmente mucho frío y mucha humedad. No es nada cómoda. Intento obviarlo, y pensar en una nube de algodón. Funciona regular pero Iberia no me va a permitir relajarme: "Al mirar abajo, ves que tienes una vista de 360º sobre la tierra. Puedes ver los océanos y las cimas de las montañas, desiertos y pastos". A ver, no, esto no funciona si os saltáis las más elementales leyes de la física. Para ver todo esto en vez de en una nube tendría que ir en una nave espacial. La cual, probablemente, sí estaría a la temperatura perfecta y bastante más seca. Así no voy a ningún sitio, está claro que lo mío no es el mindfullness. Mejor pongo música.
Mejor no aburro con el resto del viaje, que fue fundamentalmente pesado y con poca animación ("vaya, un documental sobre España, no entiendo este primer plano de diez segundos de una postal con el culo de un torero en la Plaza Mayor de Madrid", "curiosos estos mineros chilenos que escriben todo el rato en inglés, ¡incluso dentro de la mina!", "señor, coja al niño que las turbulencias también le afectan a él, a ver si va a pensar que pasar por encima de Venezuela es inocuo para un español de bien", y un largo etcétera que incluye más comida de avión, claro).
Aterrizamos en Lima un poco más tarde de lo previsto, con un calor que yo calificaría de interesante. Vamos, una humedad brutal, como de estar en Barcelona en agosto. Al menos, el paso por el aeropuerto fue fácil, aunque mi idea de las limitaciones al aparcamiento de cualquier vehículo han pasado a incluir los carros de transporte de equipaje del aeropuerto. En serio, no hace falta que lo aparquéis en línea junto a la cinta, puedes llevar tu maleta hasta medio metro más atrás.
El aeropuerto de Lima está en Callao y no hay absolutamente ninguna ruta de autobús oficial que cubra el trayecto. Aparentemente, el problema es la enemistad histórica entre las dos ciudades y su falta de acurdo en la gestión del transporte público. "Si existiera un consorcio como el de Madrid, se arreglaría", me dicen. "O no", pienso yo. En cualquier caso, durante el camino sólo vemos taxis y autobuses pequeños, mientras nos cuentan que el transporte público es fundamentalmente irregular por allí. Tras algo así como una hora de trayecto en un tráfico que deja al atasco del nudo norte como "sin grandes retenciones", llegamos a Miraflores, el barrio europeo (pijo) de Lima y donde está nuestro hotel. Ha sido el check in más lento de la historia de los check ins, pero esto me da una pista acerca de la velocidad del país en general.
Decidimos salir a cenar porque, total, son las 9 de la noche de Lima, las 4 de la mañana en España, y yo ya no sé si tras casi 24 horas despierta y haber hecho una comida cada 4 horas, si pedir un café o una copa. Tras un paseo por las inmediaciones del hotel (en sandalias, bendito calor), optamos por un restaurante enfrente y nos dedicamos a hacer el guiri: pedimos ceviche, tacu tacu de marisco y pisco sour. Deberes hechos.
La noche se presentaba interesante, porque mi cuerpo opinaba que era hora de levantarse e ir a trabajar. Conseguí dormir 4 horas de manera natural, pero para eso están las drogas (legales).
El primer día teníamos prevista visita de campo al "Metropolitano", la línea de BRT que opera en Lima: 25 km de plataforma reservada para autobús, con estaciones elevadas, buses de 18 metros. Aunque la visitamos en coche en hora valle, la sensación de estar permanentemente metida en un atasco no me la quitó nadie. Y era un atasco muy curioso, porque la mayoría de los vehículos eran de transporte público: combis de distintos tamaños, taxis, moto taxis. Todo lleno de gente.
Fuimos a ver también una de las líneas alimentadoras del BRT, la que lleva al barrio de Payet. Un barrio construido en una de las laderas de la montaña, con un montón de casitas bajas con las esperas puestas para seguir levantando pisos en caso de necesidad. Hasta aquí, todo normal. Lo que nos resultó más curioso fue las verjas que había en las calles, puestas por los vecinos para "mejorar la seguridad". Desde luego, invitaba entre poco y nada a entrar por allí y no lo hicimos.
Comimos en un restaurante peruano donde aprendimos que si la música no está a toda leche, no es un restaurante típico de verdad. Pedimos una especie de menú comunal que se llamaba algo así como "tempestad atlántica" (y no pacífica, ojo ahí) y que ponía "6-7 personas". "Igual es mucho", comenté, puesto que éramos 3. "No, está bien", dijo el camarero. Y, efectivamente, comimos bien y no sobró nada. Eso sí, estuvimos llenos toda la tarde, y ahí fue donde aprendimos que la comida peruana engaña y es mucho más pesada de lo que parece ("es pescado crudo, ¡comamos sin moderación!").
Reuniones por la tarde y a cenar, porque ningún viaje sin comer todo el rato sin medida. Habíamos quedado con un amigo mío, y decidimos bajar el ritmo y cenar más ligero: una ensalada de tataki de atún, que es la manera de mezclar dos platos en uno y que mi conciencia se quede tranquila. Yo probé además el "maracuyá saur", porque el pisco ídem me parece demasiado ácido. Un sabor raro, más amargo y con un toque de dulce, pero mejor que el pisco. Eso sí, no sé si es el jet lag, la falta de sueño o qué, pero termino tras un "saur" de estos como si me hubiera tomado tres cubatas españoles. Igual es la edad.
Mi primera impresión de Lima es que es una ciudad que está como a medio construir. No sólo los barrios periféricos, también Miraflores o San Isidro dan un poco esa impresión. Pero es una ciudad con muchísima vida, hay como pequeño comercio por todos lados, probablemente nada oficial y todo muy orgánico, como de cubrir necesidades inmediatas (y esto también aplica al transporte). Por ejemplo, en todos los semáforos venden bebidas autoembotelladas o fruta cortada y metida en bolsas de plástico que yo he decidido no probar porque me gustaría terminar el viaje sin un cólico.
Hoy tenemos más visitas (¡cocheras! ¡estaciones de autobús!) y más comidas y más reuniones. Vamos, lo normal en un viaje de trabajo. Aguantaremos bien, aunque el jet lag me tiene despierta desde las 5 am. La calima que se ve desde la ventana de la habitación augura que, de nuevo, nos coceremos como pollos durante todo el día.